martes, 7 de mayo de 2013

Material de Pruebas para todos los grupos

Hola Joel. Este archivo se lo envia a todos los compañeros. Tema IV La Carga de la Prueba.
TEMA IV

LA CARGA DE LA PRUEBA


El juez no averigua los hechos sometidos a controversia, sino que verifica los hechos aportados por las partes para reconstruir la pequeña historia del proceso. Averiguar los hechos y aportarlos al proceso es carga de las partes, verificar los hechos ya aportados al proceso es deber del juez.
La actividad probatoria, por ende, varía atendiendo al reparto entre las cargas de las partes y los deberes del juez. Para la parte "probar" se traduce en la carga de indagar, buscar, investigar; mientras que para el juez "probar" consiste en el deber de verificar, comprobar, tener por cierto los hechos alegados por las partes.
  
"las partes prueban y el juez comprueba"

     La actividad de las partes es de fundamental importancia para la suerte de sus pretensiones o defensas.
   De esto se deduce que las partes deben ejecutar ciertos actos, adoptar determinadas conductas, afirmar hechos y hacer peticiones, todo ello dentro de los límites de tiempo y lugar que la ley procesal señale, si quieren obtener buen éxito y evitarse perjuicios como resultado del proceso.
      La carga de la prueba  “consiste en que la parte que tiene una pretensión procesal y se ampara en una determinada norma, debe soportar la carga de probar los presupuestos de hecho de la misma” Rodrigo Rivera Morales. Pp. 172. “La prueba en el Derecho Venezolano.”

 (Según Hernando Devis Echandía).

     Es un poder o una facultad de ejecutar, libremente, ciertos actos o adoptar cierta conducta prevista en la norma para beneficio y en interés propios, sin sujeción ni coacción y sin que exista otro sujeto que tenga el derecho a exigir su observancia, pero cuya inobservancia acarrea consecuencias desfavorables.

  

NORMA RECTORA DE LA CARGA DE LA PRUEBA

Artículo 506 C.PC.  Las partes tienen la carga de probar….”

   Artículo 1354 CCV: "Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda que ha sido libertado de ella debe por su parte probar el pago o el hecho que ha producido la extinción de su obligación".
      La regla de juicio en materia de obligaciones civiles es que quien reclame el cumplimiento de una obligación debe probar la existencia de la obligación, y quien pretenda defenderse alegando que quedó liberado de esa obligación debe demostrar el modo extintivo de la misma. La carga de la prueba:
Para Parra Quijano, es una noción procesal que consiste en una regla de juicio, que le indica a las partes la auto – responsabilidad que tiene, para que los hechos que sirven de sustento de las normas jurídicas cuya aplicación reclaman, aparezcan demostrados y que le indican al juez como debe fallar cuando no aparezcan probados tales hechos.

.Es la distribución que el propio legislador hace del riesgo de la falta de prueba, de un hecho afirmado o incierto, de donde se concluye que el efecto de  esa falta de prueba, ha de recaer en principio, sobre la parte que tenía la carga de aportarla y no lo hizo .Posee un aspecto subjetivo, ya que contiene una norma de conducta para las partes, señalándoles que quien alega debe probar. Posee un aspecto concreto, pues determina en cada caso específico los hechos particulares que en cada proceso interesa demostrar a cada parte.

En cuanto al aspecto objetivo, éste implica una regla de juicio, conforme a la cual, cuando falta la prueba de los hechos que fundamentan el litigio, el juez debe proferir una sentencia de fondo desfavorable para quien tenía la carga de suministrarla.



La Carga de la prueba :
 La institución de la carga de la prueba ha sido informada por el principio, según el cual, al actor le corresponde probar los hechos constitutivos que afirma y al demandado los hechos impeditivos, extintivos y/o modificativos que opone.
Con arreglo a ese principio se encuentra regulada en el sistema procesal civil venezolano la distribución de la carga de la prueba. Así se desprende de las normas contenidas en los artículos 506 del Código de Procedimiento Civil y 1.354 del Código Civil, las cuales rezan:
Artículo 506 del Código de Procedimiento Civil: “Las partes tienen la carga de probar sus respectivas afirmaciones de hecho. Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda haber sido libertado de ella, debe por su parte probar el hecho extintivo de la obligación.”   
Artículo 1.354 del Código Civil: Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda que ha sido libertado de ella debe por su parte probar el pago o hecho que ha producido la extinción de su obligación”
Normas similares a las precedentes han regulado históricamente el reparto probatorio en la mayoría de los sistemas normativos de corte continental (p.e., España, Brasil, Argentina, Colombia, Chile, Uruguay, Perú, etc.).
Sin embargo, en la mayoría de esos ordenamientos jurídicos y a diferencia de lo que ha ocurrido con el nuestro, se ha venido produciendo una prudente flexibilización de esas reglas clásicas de distribución de la carga de la prueba, bajo el influjo de la moderna doctrina de las Cargas Probatorias Dinámicas.
Esta doctrina, que se inspira en el valor justicia y en los principios de solidaridad o efectiva colaboración de las partes con el órgano jurisdiccional en el acopio del material de convicción,  proclama un nuevo modo de reparto del onus probandi, que implica un desplazamiento de la carga probatoria del actor al demandado o viceversa, en aquellas situaciones en las cuales, en virtud de las peculiaridades del caso, no funcionan las reglas rígidas que distribuyen el esfuerzo probatorio.
Se trata de trasladar la verificación de los hechos en razón de la situación favorable en la cual se halla la parte para acreditar la realidad de los mismos, por cuanto dispone de los medios y argumentos que resultan aptos para demostrarlos. En pocas palabras, se trata de hacer recaer la carga de la prueba sobre la parte que se encuentra en mejores condiciones profesionales, técnicas o de hecho para producirla. Todo ello en pos de la búsqueda de la verdad.


Con pesar hay que destacar que este esquema novedoso de reparto probatorio ha sido tratado con indiferencia por la doctrina y la jurisprudencia patria. Ello se refleja en la ausencia de precedentes judiciales y en la exigua literatura sobre el tema.

 LA CARGA PROCESAL


La noción de carga es un concepto introducido por Goldschmidt, (1961), al terciar en la polémica suscitada por los juristas alemanes de mediados del siglo XIX y otros muchos, también en Italia, en torno a la naturaleza jurídica del proceso, a “su ser como instituto del derecho”.
Y es que hasta mediados del siglo XIX había predominado en los ámbitos jurídicos, la teoría contractualista del proceso. La misma fue propulsada por autores de la talla de Pothier, Demolombe, Aubry y Colmet de Santerre.
Dicha teoría preconiza que la prestación de la actividad judicial surge de un previo acuerdo entre las partes, tendiente a someter al juez la solución de sus diferencias; que, en consecuencia, la relación que liga al actor y al demandado es de orden contractual y que éstos se encuentran vinculados con el mismo lazo que une a los contratantes.
 Son muchas las críticas y objeciones que se pueden oponer a esta idea del proceso como contrato. Entre ellas, como lo apunta Palacio (2004), que el contrato requiere para su formación del consentimiento de ambas partes, mientras que el proceso puede constituirse, desarrollarse y extinguirse contra la voluntad del demandado e incluso sin su presencia, es decir, en rebeldía (p. 55) .
      
Además, como bien lo advertía Couture (1981), si se aceptara esta concepción privatista del proceso, que deriva de ciertos conceptos tomados del derecho romano y principalmente del contrato judicial de la litiscontestatio),  entonces habría necesariamente que admitirse,  que ante el silencio de la ley adjetiva, al proceso tendrían que aplicársele las disposiciones y normas de derecho civil que regulan la materia contractual (p. 125).
Desafortunadamente esta teoría contractualista, que empañaba la verdadera estructura y función del proceso, atravesó incólume la edad media y no fue sino a partir de las investigaciones emprendidas por la escuela pandectista alemana de mediados del siglo XIX que comienza su superación. El revulsivo lo fue, que duda cabe, la teoría que concibe al proceso como una relación jurídica, desenvuelta especialmente por Oscar Bullow y después por Kohler y Chiovenda en Italia .

Este último, Chiovenda (1986), siguiendo el pensamiento de Bullow y los demás juristas alemanes seguidores de su teoría, concebía el proceso como una relación jurídica de derecho público (porque deriva de normas que regulan el ejercicio de una potestad pública), autónoma (porque nace y se desarrolla con independencia de la relación de derecho material) y compleja (porque comprende un conjunto indefinido de derechos, que sin embargo persiguen un mismo fin: la actuación de la voluntad de la Ley mediante la emisión de un fallo judicial con carácter de definitivo).
Tal relación jurídica procesal –explicaba el maestro italiano- se desarrollaba en forma gradual y tenía lugar entre las partes y el juez. El esqueleto de la misma estaba constituido por la obligación del juez de producir el fallo, por el derecho de las partes a obtenerlo y por el deber de éstas de acatarlo (p.10).
Como acertadamente lo apunta Cuenca (2000), esta idea del proceso como una relación jurídica fue objeto de críticas persistentes, aun cuando tuvo la virtud de desalojar las viejas concepciones contractualistas que, como ya se dijo, empañaban la verdadera estructura y función del proceso (p. 233). De tales críticas surgió la doctrina del proceso como situación jurídica, entre cuyos elementos centrales se encuentra el concepto de carga.
El autor de la teoría, James Goldschmidt, sostenía que el proceso no era precisamente un vínculo jurídico generador de derechos y obligaciones para las partes y el juez. Esto lo justificaba con base en los siguientes dos argumentos:
• Que el juez dirigía el proceso y dictaba la sentencia no ya en razón de un supuesto ligamen o vínculo que lo unía a las partes, sino porque era para él un deber funcional de carácter administrativo y político. Tan es así –sostenía Goldschmidt- que en caso de incumplimiento de su deber de administrar justicia, se generaban en cabeza del juez responsabilidades civiles o penales, que debían hacerse efectivas al margen o fuera del proceso. 
• Que las partes no estaban ni ligadas entre sí, ni obligadas a atacar y/o defenderse dentro del proceso, sino que lo hacían de modo facultativo, atendiendo al riesgo que para ellas representaba abstenerse o no hacerlo.
En suma, para Goldschmidt el proceso no era una relación jurídica, creadora de derechos y obligaciones entre los sujetos procesales, sino una situación jurídica, entendida tal situación como el estado de incertidumbre en que se encuentran las partes ante el futuro fallo.  
Y a lo anterior agregaba el eminente jurista alemán, para completar su teoría, que ese estado de incertidumbre generaba en las partes una serie de expectativas acerca de las posibilidades que tenían de obtener una sentencia favorable a sus intereses o perspectivas de una sentencia desfavorable; posibilidades que aumentarían o disminuirían en la medida en que cumplieran con sus cargas procesales o las descuidasen. El reputado autor argentino Isidoro Eisner, (1994), lo sintetiza de la siguiente manera:
“Toda la doctrina de la carga procesal –tal como la enseñara James Goldshmidt- nos habla del dinamismo de la situación procesal en virtud del cual cada uno de los litigantes se halla sujeto a estados de expectativa, de riesgo y chances según su comportamiento activo y diligente que lo aproxima o aleja en cada instante de una sentencia favorable, según cumpla y se libere de esa carga aumentan sus posibilidades” (p.847)
Así las cosas, conforme a la teoría analizada, el proceso engendra nuevas categorías jurídicas de carácter netamente procesal, aunque paralelas a las del derecho material. Esas categorías son los derechos y las cargas procesales. Al respecto explica Palacio que:  
“Son derechos procesales: a) la expectativa de una ventaja procesal, y, en último término, de una sentencia favorable; b) la dispensa de una carga procesal (por ejemplo, la admisión de los hechos por parte del demandado releva al actor de la carga de la prueba); y c) la posibilidad de llegar a aquella situación mediante la realización de un acto procesal. La carga procesal, a su turno, constituye la necesidad de una determinada actuación para prevenir un perjuicio procesal y, en último término, una sentencia desfavorable. A diferencia de los deberes, que siempre representan imperativos impuestos en el interés de un tercero o de la comunidad, las cargas son imperativos del propio interés.” (p.58-59).  
De este modo aparece por primera vez la noción de carga procesal, eje central de la tesis de Goldschmidt y concebida desde sus inicios como un imperativo del propio interés, frente a la cual no hay un derecho del adversario o del Estado.   .

B. Naturaleza Jurídica del Concepto de Carga
La aparición del concepto de carga revolucionó la ciencia procesal, desplazando la vieja concepción sustancial de la teoría de los deberes y derechos que hasta ese momento imperaba.
Como lo enseña Cuenca, la teoría en cuestión preconizaba que los derechos y deberes de las partes en el proceso se observaban, recíprocamente, en beneficio y en interés del adversario. Un deber procesal del actor, aparejaba correlativamente un derecho del demandado (p. 236).
Goldschmidt (1968) no compartía tales postulados. Para él no se trataba de deberes que la parte debía observar en beneficio e interés de su adversario, sino de imperativos que cumplía en interés propio, por el riesgo de resultar derrotado en el proceso. A tales imperativos Goldschmidt los denominó cargas procesales. En sus propias palabras:
“Como la carga procesal es un imperativo del propio interés, no hay frente a ella un derecho del adversario o del Estado. Al contrario, el adversario no desea otra cosa sino que la parte no se desembarace de su carga de fundamentar, de probar, de comparecer, etcétera. Se encuentra aquí el fenómeno paralelo al de los derechos procesales, frente a los cuales no hay obligación. En cambio, existe una relación estrecha entre las cargas procesales y las posibilidades, es decir, los derechos procesales de la misma parte, porque cada posibilidad impone a las partes la carga de aprovecharla con el objeto de prevenir su pérdida. Puede establecerse el principio: la ocasión obliga, o más bien, impone una carga, y la más grave culpa contra sí mismo es dejar pasar la ocasión.” (p. 8).
Surge prístino de la literalidad del texto trascrito, que la idea de carga procesal de Goldschmidt, como un imperativo que se cumple en interés propio, se asienta sobre la base de que el proceso impone durante su desarrollo una serie de conductas que deben cumplir los sujetos que intervienen en él y cuya inobservancia acarrea respecto al sujeto que las omite consecuencias adversas; que no obstante, tratándose de cargas, la parte no está obligada a ejercitar las facultades dadas por ley, pero sólo haciéndolo se evita resultados adversos y se coloca en una posición de ventaja.
En otras palabras, la parte podrá elegir entre ejecutar el acto y obtener un resultado útil o no ejecutarlo y aceptar el riesgo de un perjuicio por dicha conducta.

El problema general de las cargas de las partes en el proceso civil, gana en Carnelutti (1955) importancia e interés. Esto se refleja no sólo en el hecho de comentar que el concepto de carga era necesario para traducir al lenguaje científico un grupo importante de disposiciones, sino también de lamentar que el Código Procesal Italiano de 1940 no insertará expresamente en su articulado el vocablo “carga”. Literalmente:
“… en la factura del código se nota también a este propósito una preocupación excesiva, puesto que el concepto de carga, aunque moderno, es de los que hoy ya se han consolidado por completo: no habría habido peligro alguno en emplearlo para la formulación de las normas, ni en tenerlo en cuenta para una mejor sistematización de las mismas. En nombre de una especie de agnosticismo científico que no tiene ya justificación ni adecuación con los tiempos actuales, no se ha querido hacer esto; de todos modos, el concepto de carga es necesario para traducir al lenguaje científico un grupo importante de disposiciones” (p.141-142).      
A más de ello, el insigne autor de la escuela italiana, dedicó buena parte de su tiempo a profundizar incesantemente en la naturaleza jurídica de la institución, esforzándose en deslindar la noción de carga del concepto de obligación.
En una primera etapa Carnelutti se adhirió a la idea sostenida entre otros por Augenti, de que la distinción entre carga y obligación radicaba en la sanción. Así llegó a sostener que existía obligación cuando la inercia daba lugar a la sanción jurídica (ejecución o pena); que, en cambio, existía una carga, si dicha inercia solo privaba de los beneficios del acto omitido. En el fondo –afirmaba el maestro- la distinción entre carga y obligación se correspondía con la antítesis kantiana entre imperativo hipotético e imperativo categórico (p.217).
Pero a medida que avanzaba en su investigación, Carnelutti se iba alejando cada vez más de la teoría que consideraba la sanción como el elemento distintivo y diferenciador del concepto de carga. Al punto que, en su Sistema de Derecho Civil, este punto de vista aparece profundamente cambiando.
En efecto, en dicha obra Carnelutti traslada el concepto de carga de la base de la sanción al del interés (p. 218). El insigne maestro de la escuela italiana observa que la obligación y la carga tienen de común el elemento formal, consistente en el vínculo de la voluntad, pero que divergían en cuanto al elemento sustancial, porque cuando media obligación, el vínculo se impone para la tutela de un interés ajeno y cuando hay carga, para la tutela de un interés propio.  
Carnelutti destaca que en el proceso la parte no es puesta en la disyuntiva entre no ejercer la acción y, por ejemplo, sufrir una pena. La elección, dice el eminente procesalista, es otra: o provocar el proceso, o adaptarse a perder la tutela de su interés. Y agrega que esa elección va a depender siempre de una apreciación económica, en función de la cual, el poder de la parte se convierte en una carga. (p.217-218).

      
A partir de lo anotado, surge prístino que tanto Carnelutti como Goldschmidt hicieron notables esfuerzos por deslindar la noción de carga del concepto de obligación. En esa empresa ambos juristas coincidieron en que el elemento distintivo lo era el interés propio, con el matiz del ingrediente del “imperativo” incorporado por Goldschmidt. Y es que para este último, quepa insistir, la carga era un “imperativo del propio interés.”
La doctrina procesalista hispanoamericana ha recibido buenamente esta idea de carga procesal como imperativo que se cumple en interés propio. Ejemplo de ello lo constituye la obra de Couture (1981), en la cual se puede leer que:
“la carga procesal puede definirse como una situación jurídica instituida en la ley consistente en el requerimiento de una conducta de realización facultativa, normalmente establecida en interés del propio sujeto, y cuya omisión trae aparejada una consecuencia gravosa para él.
... la carga funciona, diríamos, a double face; por un lado el litigante tiene la facultad de contestar, de probar, de alegar; en ese sentido es una conducta de realización facultativa; pero tiene al mismo tiempo algo así como el riesgo de no contestar, de no probar y de no alegar. El riesgo consiste en que, si no lo hace oportunamente, se falla el juicio sin escuchar sus defensas, sin recibir sus pruebas o sin saber sus conclusiones.
Así configurada, la carga es un imperativo del propio interés. Quien tiene sobre sí la carga se halla compelido implícitamente a realizar el acto previsto; es su propio interés quien le conduce hacia él. La carga se configura como una amenaza, como una situación embarazosa que grava el derecho del titular. Pero éste puede desembarazarse de la carga, cumpliendo” (p.212).
De la literalidad del texto trascrito se puede observar como el maestro uruguayo gravita, al igual que Goldschmidt, sobre la idea de que el proceso impone durante su desarrollo una serie de conductas que deben cumplir los sujetos que intervienen en él y cuya inobservancia acarrea respecto al sujeto que las omite consecuencias adversas.
El meollo del asunto radica, según Couture, en que, tratándose de cargas, la parte no está obligada a ejercitar las facultades dadas por la ley, pero sólo haciéndolo se evita resultados adversos y se coloca en una posición de ventaja. En otras palabras, la parte podrá elegir entre ejecutar el acto y obtener un resultado útil o no ejecutarlo y aceptar el riesgo de un perjuicio por dicha conducta.
Couture igualmente se embarcó en la empresa de deslindar la carga procesal del concepto de obligación. Con tal propósito partió señalando que carga y obligación son nociones opuestas, aun cuando tengan dos elementos comunes: (i) la sujeción o vinculación de la voluntad de la parte y (ii) que el abandono de la carga o el incumplimiento del deber acarrean efectos dañosos.
La diferencia sustancial radica, según Couture, en que, “mientras en la obligación el vínculo está impuesto por un interés ajeno (el del acreedor), en la carga el vínculo está impuesto por un interés propio” (p.212).
También hace distinción Couture en cuanto a las consecuencias que apareja, por una parte, el incumplimiento de la obligación y, por la otra, el abandono de la carga, a saber: (i) mientras la obligación insatisfecha crea un derecho a favor del acreedor; en la carga insatisfecha solo nace un perjuicio del que debe asumir la conducta establecida en la ley; (ii) que a la obligación insatisfecha corresponde la responsabilidad subjetiva o voluntaria; en tanto que a la carga insatisfecha corresponde, normalmente, la responsabilidad objetiva derivada de la inactividad (p.213).
Por otra parte, a Couture se le reconoce el mérito de advertir que no todas las actividades que despliegan las partes en el proceso tienen el carácter de cargas y que existen también deberes y obligaciones. A éstos, diferenciándose de Goldschmidt, los califica igualmente de imperativos.
Así las cosas, concluye el decano de Montevideo, citado por Cuenca, que en el proceso existen tres imperativos: deber, a favor de la colectividad, obligación, a favor de otro y en contra de sí mismo, y carga, a favor de sí mismo.
Otro ejemplo de cómo los autores hispanoamericano han sido recipiendarios de la doctrina de la carga procesal lo encontramos en el maestro colombiano Hernando Devis Echandía (1984), al sostener éste que la carga procesal es el “poder o facultad (en sentido amplio) de ejecutar libremente ciertos actos o adoptar cierta conducta prevista en la norma en interés propio” (p. 98).
Del mismo modo y pese a que con el paso de los años han surgido otras concepciones que enfocan de manera distinta el concepto de carga (vgr., como elección, derecho subjetivo, derecho-poder, simplemente poder, etc.), las siguientes palabras del tratadista español Montero Aroca (1998) revelan que debajo de la cobija de la carga procesal como imperativo del propio interés, se siguen arropando la inmensa mayoría de los procesalistas hispanoamericanos modernos. Literalmente:
“Todo el proceso civil descansa sobre la concepción de que los actos procesales no se conciben para las partes como obligatorios, sino como potestativos, en el sentido de que a su realización se vinculan consecuencias beneficiosas para la parte que los hace y a su no realización se adscriben consecuencias perjudiciales. En el proceso, pues, no existen normalmente deberes u obligaciones (que serían imperativos del interés ajeno, cuyo incumplimiento podría ser sancionado o cuyo cumplimiento podría ser exigido coactivamente), sino cargas, que se conciben como imperativos del interés propio, en cuanto su levantamiento beneficia a la parte que realiza el acto.   
El que conforme a la ley a una parte le corresponda realizar un acto no supone la existencia de un derecho  en la contraria a exigirlo, ni de un deber que pueda sancionarse en caso de incumplimiento, sino sólo que a la misma se le echa una carga. Las cargas sustituyen con ventaja a los deberes y a las obligaciones, por cuanto motivan con mayores incentivos a las partes, ya que éstas realizarán o no el acto atendiendo a su propio interés” (p.56-57).
    
En Venezuela también sigue manteniéndose incólume esta concepción. Así, por ejemplo, en su Teoría General del Proceso, al hacer la distinción entre deberes y cargas procesales, Puppio (1998) apunta que (i) “los deberes están previstos en interés de la comunidad” mientras que “las cargas están previstas en el interés de la persona que realiza el acto” y; (ii) que el incumplimiento de los deberes “es objeto de sanciones, tales como multa, arresto”, suspensión del juez e incluso puede dar lugar a responsabilidad civil procesal, mientras que la omisión de la carga no se sanciona con multa o arresto, simplemente la parte que no la cumple “crea un perjuicio o desventaja en su contra” (p.323 y ss).
Lo expuesto hasta ahora denota el amplio consenso que existe en relación a la idea de la carga procesal como imperativo del propio interés ;  aporte de Goldschmidt que ha permanecido incólume hasta ahora, pese a los muchos intentos por desbancarla.

LA CARGA DE LA PRUEBA

A.- Ubicación de la actividad probatoria dentro de la categoría de las cargas procesales pese a su apariencia
En el capítulo precedente se concluyó, con base en las enseñanzas de importantes autores, que la carga es un imperativo del interés propio. De ahí que, por ejemplo, sea una carga del actor interponer la demanda, pues si no lo hace o caduca la acción o el derecho le prescribe. También lo es, pero esta vez del demandado, el contestar la demanda y además oportunamente. Si no lo hace, él mismo se perjudica, ya que quedará confeso en cuanto a los hechos y no podrá traer elementos nuevos a juicio; sólo podrá hacer la contraprueba de los hechos del actor.
A mayor abundamiento valga decir que otro ejemplo de carga es la que tiene la parte afectada por una decisión judicial de recurrirla, pues si no lo hace la decisión judicial queda firme con las secuelas que de ello se desprenden.
En fin, son muchos los ejemplos de carga procesal que pueden aportarse. Y es que, como ya quedó dicho, la mayoría de los actos procesales no se conciben sino como cargas, esto es, como imperativos del propio interés. 
En este orden de ideas, se deja sentado de una vez que probar también es una carga procesal. Esto a pesar de que parezca un derecho cuando se le compara con la actividad del juez y se asemeje a un deber, desde el punto de vista de la parte a la cual incumbe la prueba.
Rosenberg (2002) es uno de los que reconoce que la actividad probadora ciertamente parece un derecho de las partes cuando se le compara con la posición del tribunal. Esto debido a que el juez, por virtud de la máxima dispositiva, no puede averiguar de oficio ningún tema litigioso ni introducirlo al proceso, como en cambio si pueden hacerlo las partes, siendo que, “una actividad que se prohíbe a uno y se permite a otro, aparece fácilmente como un derecho de este otro” (p.78).
Sin embargo, como igualmente lo denota Rosenberg, el hecho de que la falta u omisión de la actividad probadora se vincule con una desventaja, esto es, con la pérdida del proceso, fuerza a descartar que tal actividad pueda ser concebida como un derecho subjetivo (p. 79).
En cuanto a la idea de que la carga se asemeja a un deber, Rosenberg observa que la misma surge de considerar, equivocadamente, que las partes se encuentran obligadas a aportar el material probatorio, siendo el medio coercitivo “la consecuencia de la contumacia”, esto es, la ficción de que se considerará falso el hecho no probado.
Pero en realidad no hay tal ficción. Simplemente, como él propio autor alemán lo acota, el tribunal no debe basar su sentencia en un hecho no probado sin que ello signifique que tal hecho no exista o sea falso (p.73).  

Para darle la estocada final a las opiniones que consideran la actividad probatoria o bien como un derecho o bien como un deber, lapidariamente sentencia Rosenberg, que las mismas parten del error de considerar solo la posición de las partes individualmente consideradas o solo la del juez, cuando lo que se debe tomar en cuenta es la posición de ambas partes y del tribunal en su relación recíproca (p.79).
Cuando esto último es lo que se hace, entonces surge prístino que al igual que pasa con el apersonamiento del demandado y la declaración del adversario, también el afirmar y el probar de las partes son simple presupuesto de su triunfo; el propio interés indica a cada parte la creación de estos presupuestos. En palabras de Leo Rosenberg: consecuentemente, la actividad afirmadora y probadora de las partes se manifiesta como emanación del interés natural que tienen en el éxito del proceso, como una necesidad práctica sin cuya satisfacción las partes perderían el proceso. Por eso usamos la expresión natural y acostumbrada: carga de la afirmación y de la prueba, mediante la cual, al mismo tiempo, se pone en evidencia que se vincula una desventaja a la omisión de la actividad afirmadora y probadora, a saber, el rechazo de la solicitud y, en el procedimiento de fallo, la pérdida del proceso.” (p.79).         

Afirmada en esta línea de pensamiento, la Cámara Nacional Comercial de Argentina, en fallo citado por Ruzafa, B., (2004), en forma categórica sentenció que la actividad probatoria no es un derecho ni una obligación, sino una carga procesal.
“La carga de la prueba señala a quien corresponde evitar que falte la prueba de cierto hecho para no sufrir sus efectos perjudiciales. Aquella no significa la obligación de probar sino que implica estar a las consecuencias que la prueba se produzca o no, pues en virtud del principio de comunidad procesal, el material probatorio incorporado surte todos sus efectos, quien quiera que lo haya suministrado.
La actividad probatoria no supone ningún derecho del adversario, sino un imperativo del propio interés de cada parte. Es una circunstancia de riesgo que consiste en que quien no acredita los hechos que invoca como fundamento de su derecho, pierde el pleito” (p. 373).
Coincidiendo en lo sustancial con Rosenberg y con el fallo precedentemente citado, la profesora Mariolga Quintero (2000), aporta otro argumento del por qué probar no es un deber. En sus propias palabras:
“cuando la parte a la cual le incumbe probar no lo hace por negligencia, mala praxis procesal o situaciones extrajurídicas, esta situación no daña al juez ni a la otra parte o a terceros opositores, perdiéndose entonces el elemento daño para sujetarse a casos de responsabilidad, lo que ocurre es un daño a él mismo, influyendo en la declaratoria sin lugar de la pretensión. Esto nos lleva a otro argumento del por qué la carga no puede ser un deber, la cual obedece al principio de la comunidad de la prueba, ya que si ésta no pertenece a las partes, en caso de falta de prueba no se podría reprochar el hacer negativo porque no pertenece al ámbito personal del que reclama” (125-126).
En cambio el juez, continúa explicando la insigne procesalista, cuando prueba, no lo hace porque tenga una carga en tal sentido, sino en cumplimiento de un deber, el cual está íntimamente vinculado al de administrar justicia. En sus propias palabras:
“Gracias a la dirección formal del juez, éste, de manera oficiosa tiene participación en el ámbito probatorio. En este caso no podemos hablar de carga, ya que en caso de que éste no pruebe, no configuraría algún efecto negativo dentro del proceso que lo perjudicara bajo las circunstancias expuestas, pero, en su lugar, quedaría quebrantado el deber de administrar justicia, cayendo en denegación de justicia, lo cual constituye un delito previsto en nuestro sistema constitucional y legal, lo que a su vez generaría violación de la tutela judicial efectiva. Entonces, cuando el juez prueba no lo hace en razón de una carga, sino porque está dentro de sus competencias, sería su deber (p. 126).
Para agotar el punto, es de destacar que el Máximo Tribunal de la República también ubica a la actividad probatoria dentro de la categoría de las cargas procesales, concibiéndola como un imperativo del propio interés de cada parte y rechazando categóricamente que pueda ser considerada como un deber o un derecho del adversario.  Para comprobar tal aserto, se cita a continuación, un fallo dictado por la Sala de Casación Civil en fecha 26 de marzo de 1987, citado por Baudin (2004), en el que se puede leer:
“En un sentido estrictamente procesal se puede decir que la carga de la prueba implica un mandato para ambos litigantes, para que acrediten la verdad de los hechos enunciados por ellos, es decir la carga de la prueba no supone, pues, un derecho para el adversario, sino un imperativo del propio interés de cada parte (…)” (p. 810).
Del mismo modo, en sentencia del 14 de agosto de 1991, también citada por Baudín, la Sala de Casación Civil afirmó rotundamente que “la carga de la prueba no significa obligación de probar, y su determinación conduce a definir quien deberá soportar las consecuencias de la omisión probatoria” (p.811).

B.- Noción de Carga de la Prueba
En el punto anterior se dejó sentado que probar es una carga procesal y no un deber o un derecho del adversario. Corresponde decir ahora, que la carga de la prueba es una de las cargas de mayor trascendencia en el proceso, sea que se vea desde el ángulo o punto de vista de los litigantes (aspecto subjetivo) o desde el ángulo o punto de vista del juez (aspecto objetivo).
En efecto, en su aspecto subjetivo, es decir, desde el ángulo o punto de vista de las partes, la carga de la prueba indica cual de los litigantes debe soportar el peso de la prueba. En su aspecto objetivo -ángulo o punto de vista del juez- la carga de la prueba indica contra cual de las partes ha de fallarse en caso de incertidumbre acerca de la situación de hecho.
Al respecto apunta el reputado tratadista colombiano Hernando Devis Echandía, siguiendo a Lessona, Silva Melero, Carnelutti y Scardaccione , que la carga de la prueba es subjetiva y concreta para las partes, mientras que para el juez, la carga  es objetiva y abstracta.
El autor explica que la carga de la prueba es subjetiva por referirse a una norma de conducta, y concreta, por mirar a cada proceso en particular. Es objetiva –continúa- por constituir una regla general de juicio que le indica al juez la manera en que debe fallar, y es abstracta, por obrar en todo proceso, sin referirse a ninguno en particular.
A partir de lo expuesto, se puede concluir entonces, que en su aspecto subjetivo, la carga de la prueba es una institución jurídica conformada por reglas o normas con las que se persigue que las partes produzcan las pruebas de los hechos, impulsadas por su interés en demostrar la verdad de sus respectivas proposiciones. Se funda, como bien lo apunta Ruzafa, B., en los principios de la lógica, de la justicia distributiva y de la igualdad de las partes ante la ley y el proceso.
El asunto de la subjetividad de la prueba es conocido también como “incumbencia de probar” y gira en torno a la siguiente pregunta ¿Quién debe probar los hechos que han sido materia del debate? Se trata, en definitiva, de una interrogante que se la formula cada uno de los litigantes, para saber antes de entrar a la fase de prueba, que hechos debe probar, esto es, hasta donde extenderá su actividad probatoria.     
Por lo que respecta al aspecto objetivo de la carga de la prueba, ha de partirse de la necesaria consideración de que se trata de una noción conceptual de carácter residual, que recién actúa cuando a la hora de sentenciar el juzgador no cuenta con suficientes elementos de convicción sobre la verdad o falsedad de los hechos implicados en la litis. 
Y es que si el juez, por virtud de la diligente actividad probatoria de las partes , queda convencido, esto es, llegó a la certeza, de que los hechos ocurrieron de determinada manera, entonces las reglas de distribución de la carga de la prueba no son necesarias y por lo tanto no intervienen de modo alguno, pues, como dice Vallejos, J., (2004), “adquisición de por medio, el juez llega a la convicción, llega a conocer los hechos” (p.456 y ss). En palabras de Leguisamón, H., (2004):
“Las normas relativas a la carga de la prueba no operan cuando existen en la causa elementos susceptibles de formar convicción en el caso concreto, cualquiera sea la parte que los haya aportado, ya que están alcanzados por el principio de adquisición procesal” (p.111).  
Pero, ¿qué sucede si el juez no llega a formar convicción, a pesar de haber asumido incluso su rol de investigador, ejerciendo la actividad probatoria de oficio que puede realizar  y tomando las medidas para mejor proveer que puede ordenar ?
Con Rosenberg, L., respondemos que en ese caso el jurisdicente tendrá que recurrir a las reglas del onus probandi, para determinar qué parte tenía la carga (objetiva) de probar y no lo hizo, fallando en su contra (p. 17). Entonces, desde el punto de vista del juez o, lo que es lo mismo, desde el aspecto objetivo de la carga, la pregunta aquí sería ¿cuál de las partes ha de sufrir las consecuencias de la falta de prueba?
En resumidas cuentas, como denota Gozaini (2002):
“la carga subjetiva procesa el interés del objeto a demostrar, es decir, no señala el deber de probar de quien alega, sino la carga de probar un hecho determinado por quien tiene interés en confirmarlo. Carga objetiva, se vincula con la falta de prueba y la decisión consecuente que ha de tomar el juez ante el hecho incierto” (p. 358).
   
A partir de lo anotado y realizando una unión consciente de las cargas subjetiva y objetiva de la prueba, Devis Echandía termina finalmente definiendo la carga de la prueba como
“una noción procesal, que contiene la regla de juicio por medio de la cual se le indica al juez como debe fallar, cuando no encuentra en el proceso pruebas que le den certeza sobre los hechos que deben fundamentar su decisión, e indirectamente establecer a cual de las partes le interesa la prueba de tales hechos, para evitar las consecuencias desfavorables a ella o favorables a la otra parte” (p. 196)   

C.- Fundamento de la institución de la carga de la prueba
Ha de partirse de la necesaria consideración de que al juez le está prohibido absolver la instancia so pretexto de la falta de prueba sobre los hechos controvertidos. 
La absolución de la instancia se produce cuando el juez se abstiene de decidir en vista de la ausencia de pruebas, dejando en suspenso la suerte de la pretensión deducida en juicio y abierta la posibilidad de que sea replanteada la misma cuando el actor consiga nuevos elementos de convicción.
Nuestro Código de Procedimiento Civil proscribe la absolución de la instancia en la norma contenida en el artículo 243, ordinal 5°, tal como lo hacen la mayoría de los ordenamientos jurídico-procesales modernos . Textualmente:

Artículo 243 del Código de Procedimiento Civil: “Toda sentencia debe contener:
... 5° Decisión expresa, positiva y precisa con arreglo a la pretensión deducida y a las excepciones o defensas opuestas, sin que en ningún caso pueda absolverse de la instancia” (resaltado del autor).
Esta prohibición de proferir un non liquet encuentra su causa en el hecho de que la absolución de la instancia atenta contra los fines de la jurisdicción y contra la economía procesal, ya que, como advierte Rambaldo, J., (2004), mantiene el statu quo preexistente, ocasionando la restitución del conflicto al campo de lo social y de la justicia privada (p. 28). Así lo explica el reputado tratadista venezolano Rengel-Romberg, A., (1992):
“La absolución de la instancia es contraria a la finalidad social y jurídica de la jurisdicción, porque no compone el conflicto surgido entre las partes, que perturba la paz social, ni adquieren estabilidad los derechos controvertidos, al no producirse la cosa juzgada, pero también es contraria a la economía procesal, porque permite la multiplicidad de los juicios (p.315).
La absolución de la instancia puede incluso ser perseguida penalmente bajo el delito de denegación de justicia, tipificado en el artículo 207 del Código Penal.
Artículo 207 del Código Penal: “Todo funcionario público que bajo cualquier pretexto, aunque fuere el del silencio, oscuridad, contradicción o insuficiencia de la ley, omita o rehúse cumplir algún acto de su ministerio, será castigado con multa de cincuenta a mil quinientos bolívares.
Si el delito se hubiere cometido por tres funcionarios públicos, por lo menos, y previa inteligencia para el efecto, la multa será de cien a dos mil bolívares.
Si el funcionario público es del ramo judicial, se reputará culpable de la omisión o de la excusa, siempre que concurran las condiciones que requiere la ley para intentar contra él el recurso de queja, a fin de hacer efectiva la responsabilidad civil”.

Pero, ¿que pasa cuando el juez tiene que dictar sentencia y no encuentra en los autos prueba suficiente y eficaz de los hechos alegados por las partes, que le produzca certeza suficiente para dictar la sentencia? ¿Cómo hace en ese caso para cumplir con su obligación de fallar, de dictar una sentencia?
Pues bien, pasa que en ese caso el magistrado debe acudir a los principios que ordenan la distribución de la carga de la prueba, que le indican cómo debe fallar cuando no encuentra en el proceso pruebas que le den certeza sobre los hechos relevantes para la resolución del pleito, evitándole así proferir un non liquet, esto es, una sentencia inhibitoria por falta de prueba. Así lo explica Montero Aroca:
Si al juez se le impone el deber de resolver es necesario que, al mismo tiempo, el derecho le diga cómo ha de solucionar la situación de incertidumbre en que le coloca la falta de prueba sobre un hecho. Aparece así la doctrina de la carga de la prueba, que adquiere su verdadero sentido cuando se la contempla desde el punto de vista del juez y al final del proceso. Las reglas en que se resuelve la distribución de la carga de la prueba no tratan, de modo directo, de determinar a priori que hechos deben ser probados por cada parte, sino que pretenden decir al juez qué debe hacer cuando una afirmación de hecho no ha sido probada, esto es, fijan las consecuencias de la falta de prueba de los hechos. Como decía Rosemberg, la teoría de la carga de la prueba es la teoría de las consecuencias de la falta de prueba.
La Jurisprudencia española ha entendido correctamente que la doctrina del onus probandi tiene como función principal señalar las consecuencias de la falta de prueba. En el momento de dictar sentencia el juez ha de preguntarse, cuando una afirmación de hecho no ha sido probada, a cual de las partes perjudicará esa circunstancia y, por ese camino, cual debió probarla.” (p. 57).
     
  
En cabal sintonía con el criterio citado, Palacios (1996) explica que:
El problema de la carga de la prueba surge, en rigor, frente a la ausencia de elementos de juicio susceptibles de fundar la convicción del juez sobre la existencia o inexistencia de los hechos afirmados por las partes. Calamandrei ha hecho notar, comparando la función del juez con la del historiador, que mientras este último puede salir airoso de una investigación muy complicada acerca de los hechos pasados confesando, honestamente, que no puede dar una solución, el juez siempre debe fallar la causa condenando o absolviendo, y no está facultado, por lo tanto, para declarar que no ha podido decidirse (non liquet). De allí la necesidad de ciertas reglas que le permitan establecer sobre cual de las partes ha de recaer el perjuicio derivado de la ausencia de prueba. Ante la incertidumbre que tal circunstancia comporta, el juez dictará sentencia en contra de la parte que omitió probar pese a la regla que ponía tal actividad a su cargo. (p. 396-397).       
A mayor abundamiento, Peyrano,(1993), señala:
La carga probatoria determina... las llamadas “reglas de la prueba”, es decir, las reglas identificatorias acerca de quien debe probar ciertos hechos o circunstancias, Claro está que resulta menester señalar que estas reglas de la carga de la prueba (que se endereza en determinar quien debió probar determinado hecho y, sin embargo, no lo hizo) solo cobran importancia ante la ausencia de prueba eficaz para suscitar certeza en el juez. Es que en tal caso el tribunal deberá fallar contra quien debía probar y no lo hizo (p.142).
 
En fin, en su aspecto objetivo, la carga de la prueba viene en auxilio del juez, cuando éste no forma convicción acerca de cómo sucedieron los hechos y sin embargo no puede dejar de fallar. En tales casos aplicará las reglas del onus probandi y decidirá en contra de quien tenía la carga de probar y no lo hizo. De allí que Gozaíni diga con agudeza, que las reglas de la carga de la prueba son como una excusa del non liquet (p.88).  

D.- Evolución de las Reglas que gobiernan la institución de la carga de la prueba
Son muchas y muy diversas las teorías que en distintas épocas han surgido para dar respuesta a la pregunta ¿quién prueba? Todas han tratado de formular de modo general un principio sobre el reparto de la prueba Entre ellas, siguiendo a Lepori, I., (2004), merecen ser destacadas muy resumidamente las siguientes:
Teoría que impone al actor la carga de probar. Se conoce por algunas pocas reglas con mucha lógica, pero investidas con la rigidez romancística propia del período Justiniano.

Dicha teoría predominó hasta bien avanzado el siglo XX y algunas de sus reglas traducidas a la lengua española son: “el actor prueba”; “la carga de la prueba le corresponde al actor”; “no habiendo probado el actor el demandado debe ser absuelto”.

Teoría que impone al que afirma la carga de probar. Se asienta sobre el aforismo romano Ei incumbit probatio qui dicit, non qui negat. Preconiza esta teoría que la carga de la prueba corresponde solamente a quien afirma un hecho, liberando a quien lo niega. El criterio de distribución no atiende ya a la condición procesal de la parte, actora o demandada, sino al hecho de que se alegue o se niegue una circunstancia de hecho.
Teoría que impone al actor la prueba de los hechos que fundamentan la pretensión y al demandado los de la excepción. Es muy similar a la anterior, y al igual que aquélla, admite muchas excepciones, que dificultan la aplicación del principio general enunciado.
Teoría de los hechos normales como norma y los anormales como excepción. Gravita sobre la idea de que el hecho normal ha de presumirse siempre, a consecuencia de lo cual, quien alegue un hecho anormal debe probarlo. Es menester aclarar que por normal ha de entenderse la libertad jurídica, económica, física, el respeto por los derechos ajenos y el cumplimiento de la ley. Por consiguiente, quien alegue la lesión de alguno de dichos estados debe asumir la carga de probarlo.
Teoría que impone la prueba a quien pretende innovar. Por innovación debe entenderse lo que modifica una situación normal, por lo tanto esta teoría se asimila enormemente con la anterior.
La Teoría de Chiovenda. Esta teoría sistematiza una concepción con diferentes categorías, a saber: hechos constitutivos, que debe probar el actor, e impeditivos o extintivos, cuya prueba corresponde al demandado. Como puede apreciarse, aquí el reparto del onus probandi no depende ya de la posición de actor o demandado, sino del tipo de hechos que se invoquen. Tuvo una importante recepción no sólo en los códigos, sino también en el razonamiento de los operadores jurídicos del siglo XX.
La Teoría de Micheli. Reparte la carga probatoria atendiendo al efecto jurídico perseguido por las partes. Para su autor, quien pretende un determinado efecto jurídico debe probar los presupuestos de hecho que lo hacen aplicable.
La Teoría de Rosenberg. Esta teoría impone a cada una de las partes la carga de afirmar y probar los presupuestos de hecho de las normas jurídicas que les son favorables. Como puede observarse, esta teoría no difiere significativamente de la anterior, y ha sido plasmada en diversos códigos.
La Teoría de Devis Echandía. Este autor coincide en lo sustancial con Micheli y con Rosenberg, lo que le llevó a elaborar una regla de la carga probatoria, que resulta de sumar las ideas de ambos autores. Así, dice que a cada parte le corresponde la carga de probar los hechos que sirven de presupuesto a la norma que consagra el efecto jurídico perseguido por ella, independientemente de su posición en el proceso.
Como se puede observar, todas estas teorías, que la postmoderna  doctrina procesal ha calificado de tradicionales o clásicas , “fijan” las reglas de la carga de la prueba de una forma demasiado rígida, atendiendo o ciñéndose a enfoques apriorísticos (tipo de hecho a probar, rol del actor o demandado, etc), siendo renuentes a tomar en cuenta las circunstancias particulares del caso, que podrían llegar a aconsejar alguna otra solución.
La explicación a tal renuencia pareciera hallarse en que todas estas teorías han pretendido aportar soluciones universales, esto es, aplicables a  todos los casos y bajo cualquier circunstancia, olvidando que la carga de la prueba es un problema estrechamente vinculado con las características del proceso de que se trate y con el derecho de fondo que se observe. Pero como dice Balestro, M., (2004): “ninguna pretensión de universalidad o de absoluto puede sobrevivir mas allá de lo que dura una imposición” (p. 333 y ss). 
La carga de la prueba en el proceso civil venezolano:
 
        
Las normas generales sobre distribución de la carga de la prueba del sistema procesal civil venezolano, se encuentran contenidas en los artículos 506 del Código de Procedimiento Civil y 1354 del Código Civil.
Artículo 506 del Código de Procedimiento Civil: Las partes tienen la carga de probar sus respectivas afirmaciones de hecho. Quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda que ha sido liberado de ella, debe por su parte probar el pago o el hecho extintivo de la obligación.
Los hechos notorios no son objeto de prueba.
Artículo 1.354 del Código Civil: “... quien pida la ejecución de una obligación debe probarla, y quien pretenda que ha sido libertado de ella debe por su parte probar el pago o el hecho que ha producido la extinción de su obligación...”.
Interpretando estas reglas, la extinta Corte Suprema de Justicia sostenía que en el sistema procesal civil venezolano, la carga de la prueba se distribuye a priori entre ambas partes: al actor le corresponde probar sus alegatos y al demandado las excepciones. Así puede colegirse, entre otros, en el fallo que se cita a continuación, registrado por Pierre Tapia, O., (1987), en su banco de jurisprudencia:
“el solo hecho de contradecir pormenorizadamente la demanda en todas y cada una de sus partes, tanto en los hechos como en el derecho, no constituye causa de inversión en la carga probatoria si, además de la contradicción total, se aducen defensas específicas que no acreditan el hecho del cual se hace surgir la obligación demandada. No basta que se alegue un hecho nuevo, sino que es necesario que ese hecho nuevo lleve implícitamente el reconocimiento de la acción propuesta (…). El actor no necesita probar su acción, porque ella queda implícitamente reconocida: es el demandado quien debe probar su excepción, porque con ella trata de destruir su eficiencia” (p.169).   ige de
Por su parte, el Máximo Tribunal de la República ha apuntado en sentencia de reciente factura, citada por Pierre Tapia, O., (1999), lo siguiente: “en cuanto a la distribución de la carga de la prueba, el Art. 506 del CPC dispone que las partes tienen la carga de probar sus respectivas afirmaciones de hecho” (p.206).
Salta a la vista que en el fallo precedentemente trascrito, que el Tribunal Supremo de Justicia no establece cuales son los hechos que debe probar el actor, ni cuales el demandado, sino que indica a todos los litigantes que deben probar los hechos que afirman, en tanto sean controvertidos.   
   
Con todo, en sentencia de 20 de febrero de 2003, citada por Baudin, P., el Tribunal Supremo de Justicia pareciera volver a asumir la posición de la extinta Corte Suprema de Justicia, en cuanto a que al actor le corresponde probar sus alegatos y al demandado las excepciones. Literalmente:
“Establece el Art. 506 del CPC el principio de la carga de la prueba, en el presente caso, es deber de la parte actora demostrar la ocurrencia del hecho generador del daño moral demandado, toda vez que la accionada negó, rechazó y contradijo la existencia de tales hechos” (p.812).
En esa misma línea interpretativa de las reglas generales del onus probandi se sitúa nuestra doctrina procesal más acreditada. Así, por ejemplo, Rueda, A., y Perretti, M., explican que en el sistema procesal civil venezolano:
“al demandante le corresponde probar los hechos que constituyen su pretensión, porque de no hacerlo su demanda le será rechazada; por su parte, al demandado también le interesa probar sus excepciones” (p.39).
Por su parte, Quintero, M., nos dice que:
“En nuestro ordenamiento el onus probandi incumbe a ambas partes, por un lado, sobre la pretensión que se reclama, el actor es a quien le corresponde probar sus alegatos convertidos en hechos contradictorios, y por otro lado, las excepciones son privativas del sujeto pasivo de la pretensión que se deduzca” (p.120).
      
De la literalidad de las normas, doctrina y jurisprudencia nacionales precedentemente transcritas, surge entonces prístino, como el enfoque tradicional ha imperado en el diseño e interpretación de las reglas que distribuyen –a priori- la carga de la prueban en nuestro proceso civil. Tales reglas se asientan sobre el siguiente doble principio de estirpe chiovendiana: al actor incumbe la prueba de los hechos en que funda su demanda, y al demandado que opone excepciones, la prueba de los hechos en que tales excepciones se apoyan. 

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